Había perdido toda su lana, apostándola ciegamente con un lobo disfrazado de cordero. Tiempo atrás, le había pasado lo mismo: el déspota humano que dominaba el rebaño se la arrancó sin piedad. Desde entonces, las cabras más cabronas la observaban desde lo alto, riéndose de su ingenuidad. La oveja, buena y amable, se sentía como una simple borrega, incapaz de entender por qué la vida siempre la trataba con tanta crueldad, arrebatándole su lana una y otra vez.
Pero un día, la oveja comprendió. Jamás volvería a perder su lana ni permitiría que se la quitaran sin luchar. Decidió romper el ciclo: se convirtió en la oveja negra del rebaño, una loba en piel de oveja. Rechazó al tirano humano y dejó de ser su cierva. Se transformó en algo más: una cabra imponente, despiadada en su fortaleza. Desde entonces, nunca más perdió una hebra de lana. La respetaban, la temían. Acumuló tanta lana que, al final, el peso de su propia riqueza se volvió en su contra: el calor la consumió lentamente y los parásitos hallaron en ella un lugar donde anidar, devorándola desde dentro.
Sin embargo, la oveja ingenua murió feliz, sabiendo que, aunque la vida siguió siendo salvaje, había vivido como una oveja cabra, y no como una simple borrega.