No voy a salvarte esta vez,» dijo el Gorila al pájaro azul que agonizaba en el suelo. «Dicen que fue una piedra que te lanzaron para cerrarte el pico, aunque yo estoy seguro de que te estrellaste contra alguna ventana creyendo que el reflejo en el vidrio era el cielo. Da igual qué haya sido, te lo dije y no me hiciste caso: no salgas, no dejes que nadie te vea, o vuela lejos, muy lejos, nunca cerca del suelo. Ahora tómate este trago y muérete. Vamos, ¿qué esperas? Muérete de una vez por todas. No hagas tanto drama.»
La noche cae, la gente duerme, el pájaro azul aún respira, con esfuerzo gorjea, y canta un poquito. «Ya, ya, no te pongas triste,» interrumpe el Gorila. «Yo me encargaré, siempre lo he hecho y siempre lo haré. Sabes que no dejaré que mueras, porque si mueres, yo muero. Para mi desgracia, ese es el trato, mi amigo.»
El Gorila recoge al pájaro azul, lo lleva a su pecho y lo guarda en su corazón. El pájaro azul suelta una lágrima, tan tierna como para hacer llorar al Gorilón, pero el Gorila no llora; no puede darse ese lujo.