Se dice que tarde o temprano el fuego se apaga. Pero Candela, un fuego vibrante y candente, creía lo contrario. Afirmaba tener suficiente calor y combustible para mantener su llama viva por toda la vida. Contaba que, cuando el viento soplaba a su favor, incluso si quedaban solo cenizas, podía avivar las brasas y encender un fuego tan intenso que provocaba incendios. Sin embargo, aquella presunción de fogosidad llegó a su fin cuando, un día, se quedó sin oxígeno. Por más calor y combustible que poseía, Candela se ahogó, y con el poco oxígeno que quedaba, se convirtió en una nube de humo que fue arrastrada por el viento. Pero Candela no se había extinguido por completo, solo su fuego. Como humo, comprendió la volatilidad de su existencia y que su llama necesitaba respirar para vivir. Así, se avivó como una chispa en el aire, cruzando el cielo en busca de un lugar donde liberar nuevamente su luz y calor.