Mientras esperaba eclosionar, un huevo se preguntaba qué clase de animal sería. ¿Pez, ave o reptil? Definitivamente no sería mamífero… bueno, tal vez un ornitorrinco. ‘Todo menos un insecto’, se decía, mientras la duda se le convertía en migraña, en insomnio, en obsesión, en un remolino de emociones que formaban pensamientos de los que no podía deshacerse.
Resolver aquel misterio se volvió su prioridad de vida y una preocupación constante. Esto lo llevó a salir del nido, recorriendo el mundo en busca de algo que lo iluminara, lo guiara, que le mostrara el camino. Religión tras religión, filosofía tras filosofía, ciencia tras ciencia, amor tras amor, opinión tras opinión, libro tras libro, el huevo intentaba encontrar algo que saciara su gran duda existencial. Pero cuanto más se alimentaba, más hambre tenía. Obeso y agotado de tanto pensar, se sentó a esperar el gran momento en que rompería el cascarón y finalmente descubriría qué era.
Pero nada. Fue entonces cuando se dio cuenta de que estaba vacío por dentro. Al costado, una fisura en el cascarón había dejado escapar todo su contenido. Así que se dijo: ‘Bueno, ni modo, seré un huevo de Pascua.’