Sus ojos brillaban con una intensidad ansiosa, como si la libido se hubiera apoderado de todo su ser. El cadáver yacía a su lado, inmóvil, desnudo bajo las sábanas, exhibiendo unos pechos que lo observaban firmes, con esa palidez de quien yace más allá del deseo. Aún estaba caliente y conservaba el aroma del perfume que lo había embriagado. Su anhelo de poseer la carne de nuevo lo enloquecía.

En ese instante, la violencia de quien busca el orgasmo se apoderó de la cama. La muerte irrumpió con golpes sordos que lo arrancaron de su propio cuerpo, fundiéndose con la carne lívida de la desconocida. Pero, apenas el eco del placer se apagó, el perfume de la carne se desvaneció. Ante aquel olor sin vida, un vacío implacable lo reclamó sin piedad.

La náusea de saberse incapaz de sentir más allá del contacto carnal lo asaltó de golpe. Anhelaba un latido o una emoción que comprendió que no llegaría nunca jamás. Entonces supo que su apetito había sido saciado y que no quedaba más que el olor a muerte.

Se rió de algo que yo no entendí, pero fue suficiente para que me quitara los auriculares y tratara de entrar en su órbita. Hizo una broma, creo, pero ni siquiera me importó si tenía sentido. Me reí, genuino o fingido, ya no lo sé, y le pregunté algo sobre un concierto que mencionó. Las palabras salieron torpes, pero ella no parecía notar mi nerviosismo. Hablamos un poco, como dos viejos amigos que se encuentran por casualidad, aunque todo en nuestra interacción era improvisado y lleno de silencios.

Con un escalofrío, apartó la vista. En la penumbra de la noche, aquella figura lívida parecía devolverle la mirada con ojos llenos de fuego, abiertos en la muerte de un sueño.

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